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Karma y reencarnación: una visión que nos ayuda a evolucionar

En el mundo occidental, la reencarnación sigue siendo un tema ampliamente debatido, en gran parte debido a creencias religiosas y a una identificación profundamente arraigada con el cuerpo físico.


Antes de encontrarme con las enseñanzas del yoga, también creía que “yo” era el cuerpo, que mi existencia comenzaba con el nacimiento y terminaría con la muerte. Sin embargo, en lo profundo de mí, siempre existió la sensación de que debía haber algo más allá de lo físico.


La filosofía Vedanta revela que nuestro ser individual (Atman, en sánscrito) es eterno, porque es uno con el Ser Supremo (Brahman), que impregna toda la existencia y es la fuente de toda la creación. Esta comprensión nos revela que no somos el cuerpo ni el ego, y que la experiencia física es una ilusión (maya) que forma parte del camino de regreso a nuestro Ser verdadero.


Este camino no es arbitrario; se despliega según las consecuencias de nuestras acciones, lo que se conoce como la ley del karma, o el principio espiritual de causa y efecto.


La reencarnación ocurre debido a la acumulación de karma (efectos de nuestras acciones pasadas) y su paulatina maduración hasta ser agotado. Esto se comprende mejor dando una mirada a las tres categorías de karma:

  1. Sanchita Karma: es el karma acumulado de vidas pasadas, almacenado en la mente subconsciente, que influye en vidas futuras como experiencias potenciales.

  2. Prarabdha Karma: es una porción del sanchita karma que ha madurado y está siendo experimentada en esta vida; es la causa de nuestra encarnación actual y sus circunstancias.

  3. Agami Karma: es el karma generado por nuestras acciones, pensamientos y decisiones presentes; se añade al sanchita y se manifestará en vidas futuras.


El sanchita karma genera consecuencias que deben ser experimentadas o resueltas, y como generalmente una sola vida no basta debido a que venimos con la ignorancia de nuestra verdadera naturaleza (avidya), el alma continúa renaciendo una y otra vez para saldar estas deudas kármicas.


Además, dado que normalmente nuestras mentes están llenas de deseos, nuestros pensamientos al momento de la muerte —a menudo, reflejo de nuestro apego a personas, posesiones o circunstancias que aún deseamos vivir — se convierten en semillas para futuras encarnaciones.


Swami Sivananda comenta sobre el verso 6 del capítulo 8 del Bhagavad Gita: “El pensamiento más predominante de la vida ocupa la mente al momento de la muerte. Determina la naturaleza del cuerpo que se obtendrá en el siguiente nacimiento… Si el deseo no se satisface, la mente queda saturada de él y se cumple en el siguiente nacimiento.”


Así, cada nacimiento está moldeado por el impulso de acciones y deseos pasados. Lo que no resolvemos en una vida, se nos brinda la oportunidad de afrontarlo en la siguiente.


La vida es una escuela y cada existencia es una lección dentro del currículo de la evolución espiritual. Hasta que no reconozcamos plenamente nuestra naturaleza divina, la reencarnación es inevitable como mecanismo de aprendizaje y crecimiento.


Por tanto, la reencarnación nos ofrece múltiples oportunidades de evolución, ya sea de forma inconsciente, a través de experiencias de placer y dolor que moldean nuestra alma a lo largo de muchas vidas; o de forma consciente, mediante la práctica espiritual y el despertar a la verdadera naturaleza de lo que somos.


Al comprender la ley del karma, entendemos que cada acción virtuosa (punyam) conduce al gozo (sukha), y cada acción dañina (papam) produce sufrimiento (duhkha). Con esta comprensión, dejamos de ver las dificultades como castigos y empezamos a percibirlas como consecuencias kármicas, frutos de semillas que hemos sembrado en el pasado y, por ende, lecciones que debemos afrontar con humildad y valentía.


Cada encarnación nos ofrece condiciones precisas para el crecimiento: relaciones específicas, desafíos en las circunstancias de vida e incluso enfermedades, todas diseñadas para despertar nuestra consciencia y fomentar nuestra evolución.


Swami Sivananda decía que “las dificultades son bendiciones disfrazadas”, pues son las grandes maestras de la vida. A través del fuego de la austeridad (tapas), purifican la mente, disuelven los apegos (vairagya) y despiertan la sabiduría discriminativa (viveka) que revela lo que somos en esencia (divinidad manifestada), sin dejarnos confundir por lo que creemos que somos: el cuerpo, los pensamientos, las creencias, las emociones, los roles.


Esa fue mi experiencia personal hace un año, cuando se me informó, de manera inesperada, que tenía un tumor canceroso que se había extendido por toda mi cavidad abdominal. Sentí una profunda gratitud y aceptación por esta inmensa oportunidad de agotar karma, confiando plenamente en que esto era exactamente lo que necesitaba para mi progreso espiritual. No sentí tristeza, ni me percibí como víctima. Por el contrario, experimenté una profunda paz y entrega total a la voluntad divina.


Reconocí de inmediato que esa reacción era el fruto de la práctica espiritual que había cultivado con dedicación y devoción en los últimos años. En ese momento, me sentí inmensamente bendecida por las enseñanzas del yoga, que me habían preparado para afrontar con ecuanimidad un desafío tan profundo.


He aprendido muchas lecciones a partir de este suceso y de los efectos que se siguen manifestando. Una de ellas, es cultivar mayor compasión hacia quienes sufren física y emocionalmente. Otra es evitar juzgar a los demás, pues he comprendido que es imposible conocer realmente la historia, las heridas o las batallas que atraviesa otra persona. Por esta razón, ahora evito ofrecer consejos no solicitados. En cambio, he aprendido a aceptar ayuda y a pedirla cuando la necesito, porque me di cuenta de que había cosas que no podía hacer y la ayuda de Dios estaba presente en las personas que me rodeaban.


He comprendido que todo es impermanente: la salud, el dolor, incluso la vida misma.  He aprendido que el dolor es un amigo y un maestro, un regalo divino. Entendí que no controlo mi salud, así como no controlo muchos otros aspectos de la existencia. Puedo influir en los resultados mediante elecciones sabias, pero en última instancia, lo que suceda está moldeado por el karma o el plan divino.


También he comprendido que no soy simplemente este cuerpo físico. A medida que mi cuerpo se debilitaba y se volvía más limitado por diversas circunstancias del tratamiento del cáncer, mi alma se elevaba con mayor claridad y fuerza. Esto me ha ayudado a ir soltando el apego a lo que el cuerpo fue alguna vez y ya no es.


Todas estas lecciones me han mostrado que los retos de la vida son grandes oportunidades para hacernos responsables de nuestro crecimiento y transformación personal.


Al reconocer que cada acción es una semilla que dará fruto en el futuro, podemos sentirnos motivados a cultivar buen karma, actos enraizados en el amor, la compasión, la integridad y la verdad. La práctica espiritual se vuelve esencial para nutrir estas cualidades internas y dar forma a nuestro destino.


El objetivo, sin embargo, no es simplemente renacer en mejores condiciones, sino trascender el ciclo de nacimiento y muerte (samsara) y alcanzar la liberación espiritual (moksha).


En este camino, los Purusharthas, las cuatro metas fundamentales de la vida humana, sirven como una brújula espiritual. Nos ayudan a orientar el alma hacia el autodominio y la liberación.


Al relacionarnos sabiamente con la prosperidad material (artha) y las situaciones placenteras de la vida (kama), evitamos enredarnos en deseos que generan más karma. En cambio, podemos usar la prosperidad y el disfrute como herramientas para cumplir nuestro deber espiritual o nuestro rol en el mundo (dharma) mediante la acción correcta, el servicio desinteresado y la devoción.


Evolucionar a través de estos objetivos hace que cada encarnación sea significativa, con propósito y espiritualmente transformadora, guiándonos hacia el fin supremo: la liberación.


Moksha es un despertar gradual que ocurre cuando los otros Purusharthas se armonizan y se cumplen. En ese punto, ya no necesitamos reencarnar para aprender mediante la experiencia de la dualidad, pues nos damos cuenta de que siempre hemos sido uno con la Consciencia Absoluta. Así es como se alcanza la emancipación final del nacimiento y la muerte.


El Bhagavad Gita lo afirma en el capítulo 8, verso 15: “Habiéndome alcanzado, esas grandes almas no vuelven a nacer (aquí), que es el lugar del dolor y lo no eterno; han alcanzado la perfección suprema (la liberación).”


El verso 14 explica cómo alcanzar lo Supremo: “Fácilmente soy alcanzado por ese yogui constante, de mente única, que siempre, día tras día, me recuerda sin pensar en otra cosa, ¡oh Partha (Arjuna)!”


Swami Sivananda comenta sobre este verso que “recordar constantemente a Dios a lo largo de la vida es el camino más fácil para alcanzarlo”. Es decir, sin apego por ningún otro objeto, y durante mucho tiempo, hasta el final de la vida.


Esto es abhyasa, o práctica espiritual constante, realizada con regularidad, sin interrupciones y con sincera devoción. Como enseñó Swami Ji, seguir el Yoga de Síntesis nos ayuda a alcanzar la realización del Ser (volver a nuestra naturaleza divina), armonizando la cabeza, el corazón y las manos a través de los cuatro caminos del yoga.


Removemos las impurezas del corazón y la mente por medio del servicio desinteresado (Karma Yoga); cultivamos amor divino mediante la repetición de mantras (japa) y el canto (kirtan), entre otras prácticas del camino de la devoción (Bhakti Yoga); desarrollamos discernimiento y sabiduría espiritual mediante el estudio y la autoindagación en el camino del conocimiento (Jnana Yoga); y aquietamos la mente a través de la disciplina del Raja Yoga, o el camino de la meditación.


En última instancia, todas las prácticas espirituales están dirigidas a sentir y reconocer nuestra unidad con todos los seres. Una vez que la ilusión de la separación se disuelve y nuestra alma despierta a su naturaleza divina, el renacimiento ya no es necesario. El alma reposa en la paz y la dicha eternas, más allá del sufrimiento y del tiempo.

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